Los jóvenes que hacen su experiencia vocacional en la Academia Montecarmelo de los Heraldos del Evangelio, aunque no profesan votos y se mantienen en el estado laico, procuran practicar en toda su pureza fascinante los consejos evangélicos. Guardan el celibato y viven normalmente en comunidad, en un ambiente de caridad fraterna y disciplina. Se fomenta una intensa vida de oración y estudio, siguiendo la sabia directriz del Papa Juan Pablo II: “La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión” (Christifidelis Laici, 58). Esta vida comunitaria está disciplinada por un “Ordo de Costumbres”, una compilación de reglas que con el paso del tiempo se ha ido estableciendo voluntariamente entre los Heraldos del Evangelio. Reglamenta, según el carisma de la institución, todos los actos de la vida cotidiana de sus miembros, desde el modo de proceder consigo mismo en la intimidad, pasando por las relaciones entre los hermanos, en público y, sobre todo, en los actos más solemnes del día en que se reunen para rezar, cantar el Oficio o participar en la Liturgia.

El Esplendor del Templo


¡Yo habito en casa de cedro, y el arca del Señor en una tienda!” (2 Sam 7, 2). Con esas palabras, el Rey David manifestó su ardiente deseo de ofrecer un edificio para Dios. Sin embargo, David murió sin cumplir sus deseos, y sólo su hijo Salomón “comenzó a edificar la casa del Señor” (1 Re 6,1).
Terminada la grandiosa construcción, se realizó la primera liturgia de la Dedicación, en la cual el Templo fue consagrado al culto por el traslado del Arca de la Alianza al Santuario y la realización de innumerables sacrificios. “En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa del Señor, sin que pudieran permanecer allí los sacerdotes para el servicio por causa de la nube, pues la gloria del Señor llenaba la casa” (1 Re 8,10-11). Dios manifestaba por esa señal sensible el carácter sagrado de aquella construcción: “Mi nombre estará en ella” (1 Re 8, 29).
Diez siglos después, en aquel mismo local, Jesús respondía a los Fariseos: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré. [...] Pero Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2, 19-21). Y san Pablo en su Epístola a los Corintios, extendió a nosotros esta consideración: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (1 Cor 3, 16-17).
Existe, pues, una correlación entre el templo material —la Casa de Dios— y el templo vivo que somos nosotros, inhabitados por la Santísima Trinidad, por medio del Espíritu Santo, y el Templo por excelencia que es el propio Nuestro Señor Jesucristo en su adorabilísima humanidad.
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El Pueblo Elegido, cuando perdió su primer templo, se empeñó en reconstruirlo. Desde el punto de vista material, el nuevo edificio no estuvo a la altura del anterior, pero de él afirmó el profeta Ageo: “La gloria de esta casa será más grande que la de la primera” (Ag 2,9). Y de hecho así fue, porque en ese segundo templo se realizó la presentación del Hijo de Dios, por las manos de María Virgen. Treinta años después, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada estuvo allí muchas veces, para curar a los enfermos, perdonar los pecados de muchos y anunciar la llegada del Reino eterno.
Si grande fue el esplendor de aquel templo material, marcado por la presencia de Jesús, mayor aún es el esplendor de los templos vivos, que son todos y cada uno de los cristianos. Pues en las almas en gracia, en las cuales habita el Espíritu Santo, Jesús se hizo eucarísticamente presente, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, siempre que reciben la comunión sacramental.
Por esa razón, nuestro celo por nuestra santificación y por la de los demás debe ser mucho mayor al que había en el corazón del Rey David. Contemplando el triste panorama de las almas en los días actuales, vemos a innumerables bautizados lanzados por el demonio a un verdadero océano de relativismo moral. Son templos vivos, arrasados por la corrupción de ideas y costumbres, que necesitan urgentemente ser reconstruidos con las piedras de la santidad, a fin de que la sociedad sea lo que nunca fue: un solo cuerpo y un solo espíritu, bajo el cuidado de un solo Pastor. ²

La misión de los Heraldos del Evangelio

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